“Mi cabeza está ensangrentada, pero erguida”
- cuentamecorazongt
- 6 sept 2020
- 5 Min. de lectura
Mi historia comienza y se desarrolla, lastimosamente, de la misma manera en la que muchas otras. Conocí a mi abusador durante mi adolescencia, para ser específica a los 17 años. A él lo apodo Epstein, haciendo alusión a su absoluta falta de empatía, rasgos psicopáticos, marcada efebofilia y, por supuesto, a su cobardía.
Como cualquier agresor, encontró en mí a una niña en estado de vulnerabilidad. Mi papá había perdido su empleo y, aún peor, había sido diagnosticado con cáncer. Mi familia, que siempre ha sido mi apoyo, se había convertido en unos pocos meses en completamente disfuncional. Y para agregarle al asunto, mis amigas más cercanas se habían mudado a Europa para iniciar sus estudios universitarios. Por todo esto y más, yo, que siempre he sido solitaria y reservada, me encontraba verdaderamente sola y desnuda en la boca del lobo.
Al principio me interesé en él porque asistía a la misma universidad a la que yo estaba solicitando entrar, aquella de la zona 10. Aún mejor, estaba en segundo año de la carrera que yo había elegido: medicina. El anzuelo fue ayudarme con mis estudios, y yo lo mordí abiertamente. La psicóloga Margarita Queijo explica al hombre maltratador como “Verdugos disfrazados de personas normales. Camaleones sociales”. Hasta el día de hoy continúo pensando en él como un verdadero estafador. Durante toda mi relación con él creí que quién estaba a mi lado era un hombre excelente. Incluso después de que iniciaran las famosas “red flags” estaba tan embebida en él que cuando me hería/cometía un error/me faltaba al respeto, realmente me dolía verlo actuar arrepentido. Siempre creí que cambiaría y, claro, siempre lo perdoné. Sin darme cuenta, me estaba convirtiendo en un pequeño títere. Mi autoestima parecía haberse ido de viaje permanente, mi cerebro se repetía a sí mismo que nunca encontraría a nadie como él; que nunca nadie me querría como él. Caí en una espiral de agresión verbal y psicológica hasta que encajé en el síndrome de la mujer maltratada. Al principio reaccionaba ante los insultos, ¿qué se creía llamándome estúpida?, pero con el paso del tiempo mi capacidad de reaccionar a sus agresiones fue debilitándose para, finalmente, terminar creyendo que me merecía todo. “Soy tan mala que tengo que estar agradecida porque él me quiere”.
En un interminable estado de pánico, ansiedad y depresión, me volví pasiva y sumisa, con terror de disgustarlo. Aún recuerdo que todos los días al regresar manejando a mi casa, no podía dejar de llorar. Dejé de comer, dejé de estudiar, incluso creí que Dios me estaba castigando por ser una “porquería de mujer”. Las repercusiones de todo esto: llegué a pesar 85 libras, perdí varias clases, no podía estar sola, no podía dormir, siempre estaba molesta.
Finalmente, el 3 de julio del 2015, aproximadamente dos años después de conocerlo, se molestó conmigo y decidió ahorcarme. Pero incluso en eso fue astuto porque no me dejó marcas. Prosiguió a lanzarme hacia todas partes con tal fuerza que mi cuerpo rompió la pata de una mesa. Luego, al estar tendida en el suelo, elevó su pie por encima de mi cara y, entonces, salió corriendo. Todo esto sucedió en la casa de un compañero, en el segundo nivel había alrededor de 10 personas. Nadie lo vio.
¿Pero cómo se escaparía de eso? Había clara evidencia de una pelea, una pata de madera rota y yo, que estaba sangrando de un costado. Como todo un cobarde corrió con sus amigos, y cual psicópata, siguió jugando beer pong muy tranquilamente. Cuando subí buscando ayuda, me preguntó: ¿Qué te pasó? Lo encaré enfrente de todos y, gracias a Dios, una de mis compañeras me protegió. Claro, esto no sucedió sin que una persona me preguntara: ¿Qué le dijiste para hacerlo enojar?
El día siguiente lo denuncié por el delito de violencia contra la mujer. A mis 19 años creía que, al cometer un delito, el siguiente paso obvio era recibir un castigo. Pero me equivoqué. Sumemos falta de evidencia, falta de testigos, falta de colaboración por los dueños de la casa en donde fui agredida, presión por parte de su familia y mi caso ha estado estancado por más de cinco años. La fiscalía me ha llamado para desestimarlo, quizás ya lo hicieron, pero me niego a hacerlo por mis propios medios. Solo la muerte me va a parar de continuar exigiendo la justicia que merezco.
Los días siguientes a esta agresión, me convertí en la “loca”, la “mentirosa” de mi facultad. La gente se disputaba a quién creerle, algunos simplemente no se querían meter. Fui revictimizada por la sociedad y, mi abusador: el pobrecito con una exnovia enferma. Por mi parte, pase una semana con tanto dolor en el cuerpo que me despertaba al cambiar de posición mientras dormía. No pude salir de mi casa por varios meses, por terror a encontrarlo. Incluso hoy me continúo sintiendo insegura en múltiples lugares.
Pero ¿cómo me siento en la actualidad? Estoy furiosa. Quiero romper y quemar todo. Me indigna considerarme dichosa por tener voz, porque en mi mente suspiro de alivio al entender que por lo menos no me mató. Me niego a normalizar el que nuestra sociedad esté plagada de hombres abusadores. Me rehúso a llamarme víctima, porque soy una guerrera que está aquí para pelear hasta con los dientes. No estoy dispuesta a hacer de esta sociedad un lugar cómodo para los maltratadores, violadores, pedófilos, feminicidas y demás hombres cobardes. Espero que algún día, seamos más las que gritamos y exigimos justicia.
Mi abusador tiene una predilección por las niñas adolescentes. Así que me gustaría decirles: tengan cuidado con los lobos disfrazados de oveja. Los cuentos de hadas son preciosos, pero el amor verdadero está en amarse a sí mismas. Enamórense de ustedes. La sociedad ha hecho de la mujer un acúmulo de características demandadas para ser considerada “valiosa”. Ya es hora de mandar a la chingada a todos los estándares que nos ponen en categorías. TODAS somos hermosas, TODAS somos inteligentes y TODAS somos valiosas.
Jorge Bucay escribe en su libro, El camino de la autodependencia, sobre la importancia de los permisos. Démonos permiso de ser quienes somos en lugar de permitir que otros lo determinen. Concedámonos permiso de sentir lo que sentimos, pensar lo que pensamos y tengamos derecho a decirlo, si queremos, o callarlo, si lo preferimos. Permitámonos correr riesgos si reconocemos las condiciones de estos y busquemos lo que necesitamos del mundo, sin esperar que alguien nos de permiso de hacerlo. Está bien enamorarse, pero también es importante reconocer que al hacerlo tendemos a idealizar a nuestra pareja y proyectamos en ella nuestros anhelos. Vayamos por la vida con independencia y cautela, sabiendo que estamos completas, somos perfectas y poderosas; somos libres del pasado y nos reinventamos día a día.
Cada vez que recuerdo una de las frases más célebres de mi abusador, me saca una sonrisa: “jamás encontrarás a alguien como yo”. Si, bueno, ese es el punto.
— Sara Evertsz —
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